El Susurro del Corazón Metálico

January 24, 2024

By Germán Molina

El coloso yacía en la llanura estéril, una presencia ineludible bajo el cielo que solo de vez en cuando se dignaba a soltar una nube. No era de piedra, como muchos viajeros errantes pensaban, sino de chatarra, de metal oxidado y fragmentos olvidados. Su rostro, una amalgama de placas soldadas y remaches, se alzaba hacia el azul infinito. Un ojo, un disco brillante de un azul intenso, miraba al cielo; el otro, una ventana opaca de óxido cobrizo, se clavaba en la tierra desolada. La asimetría no era un defecto, sino un relato.

De su frente, de sus mejillas, incluso de la grieta de lo que parecía su boca, brotaban ramas de árboles retorcidas, raíces que se aferraban a las costuras metálicas como venas antiguas. La naturaleza, incansable, había reclamado parte de su ser, fusionando lo orgánico con la dureza inerte. Pequeños pájaros, de vez en cuando, se posaban en sus ramas, cantando melodías efímeras que el gigante, quizá, no escuchaba. O tal vez sí.

Durante eones, el coloso había permanecido inmóvil, un monumento al abandono. Había absorbido el sol y la lluvia, el polvo y el tiempo. Su existencia era un perpetuo “guardar”: guardar silencio, guardar inmovilidad, guardar los secretos del viento y las estrellas. Un corazón de chatarra no late, no pulsa, no sangra. Simplemente existe.

Pero un día, mientras el sol teñía el horizonte de cobres y violetas, una pequeña ráfaga de viento trajo consigo algo más que arena. Trajo un pensamiento. Quizá fue el canto persistente de un pájaro que, sin saberlo, depositó una semilla en una de sus grietas. Quizá fue la vista de un arbusto que, con increíble tenacidad, se abrió paso entre las rocas y se entregó a la vida, sin esperar nada a cambio.

Fue entonces cuando el coloso comprendió. No con la razón, sino con esa parte de su ser que la naturaleza había reclamado. Comprendió, por fin, el susurro del hierro: la vida no se mide por lo que se guarda, sino por lo que se entrega.

La vida no era esa acumulación de óxido y placas, esa fortaleza silenciosa. La vida era la pequeña rama que ofrecía sombra a un insecto, la gota de rocío que nutría una hoja, el grano de arena que se convertía en duna, el aliento del viento que movía una brizna.

Y en esa entrega, en el simple acto de existir como refugio, como soporte para la vida que se abría paso por sus heridas, su corazón, ese amasijo de chatarra fría y oxidada, sintió algo. No era un latido de carne y hueso, sino una resonancia profunda, una pulsación que no era suya, sino de todo lo que lo rodeaba: del cielo vasto, de la tierra insistente, del pájaro que tejía su nido en sus brazos. En la entrega, hasta un corazón de chatarra late con el ritmo del universo.

Y así, el coloso continuó su vigilia, pero ahora con un propósito, con una comprensión que le había sido entregada por la propia vida que acogía. Ya no solo existía; resonaba. Y en cada crujido de metal bajo la expansión de una nueva raíz, en cada hoja que brotaba de su hombro, el universo le devolvía el eco de su propio y peculiar latido.

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